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La profesión del más allá

Desde la ventana de mi habitación observé durante años. Una enorme aglomeración de tierra estéril mezclada con piedras en cuyos pies descansaba uno de los barrios más adinerados de Lima. A la distancia el cerro de Las Casuarinas parecía no tener vida. Sin embargo, sentía que me vigilaba, que apuntaba directamente a mi solitario hogar. Sentado en mi escritorio lo confrontaba con la mirada en mis momentos de aburrimiento. Casi siempre surgía en mí la misma pregunta ¿Qué hay del otro del cerro?

Eran los últimos años de la década de los 90. Por entonces estudiaba primaria en el Colegio Santísimo Nombre de Jesús, a unas cuantas cuadras de mi casa en la frívola urbanización de Chacarilla del Estanque. Los pocos amigos que tenía vivían también en esa zona, por lo tanto mi mundo rara vez cruzaba las fronteras de San Borja y Surco. Mi esquina con mayor “movimiento” era el cruce de la avenida Angamos y Buenavista. Ahí compraba el periódico en un quiosco verde o tomaba la coca cola más costosa en la tienda del grifo. La zona más peligrosa de Chacarilla del Estanque, o al menos eso decía la gente mayor, era el pasaje Tordesillas. Su constante olor a orina, sus grafitis ininteligibles y la poca luz nocturna (aprovechada por algunas parejas) le dieron esa errónea fama. Ese era mi pequeño mundo de misteriosas casonas protegidas por altos muros y vecinos que apenas se dejaban ver tras las lunas de sus costosos autos. Frivolidad. Nada más.

La única manera de cruzar las fronteras de Chacarilla del Estanque era a través del televisor. En casa un Sony trinitron color negro me llevaba más allá de mi reducido mundo. Por eso, quizás, de pequeño me interesó ver los noticieros con mi madre. Desde la comodidad de un sofá me transportaba a lugares en donde la gente sobrevivía en medio de la nada, en donde se cobijaban bajo esteras, dormían sobre arena, pasaban las peores penurias, lugares en donde la violencia y el olvido reducían a lo mínimo el significado de vivir. Lugares llamados “Pueblos jóvenes”. ¿ Y dónde es eso mamá? Aquí en Lima hijo.

Así fue que la TV despertó en mí una curiosidad por el más allá. Comparaba el mundo amurallado de Chacarilla del Estanque con las noticias que veía en “Primera Plana” o “24 horas”. No entendía nada. Mientras que de la ventana de mi habitación solamente observaba el Cerro Casuarinas, desde el televisor veía una Lima extraña y ajena.

En diciembre de 1996 tenía 9 años cuando la transmisión de los canales de TV se interrumpió de golpe. En vivo y en directo vi con mi madre al MRTA tomar rehenes en la casa del embajador japonés en Lima. El mal existe, los malos de las series también, pensé. Sin embargo, estos me aterraban más por el simple hecho de saber que se trataba de gente real. Ver a aquellos tipos con los rostros cubiertos con pañuelos, vestidos como guerrilleros y con rifles en mano me impactó. ¿Quiénes son ellos mamá? Los terroristas hijo. ¿Y que está pasando adentro de la residencia? Nadie lo sabía, solo un periodista: Juan Víctor Sumarriva. Recuerdo que mencionaban su nombre durante la transmisión. Fue el único camarógrafo que se quedó en el jardín de la residencia. Sus imágenes graficaban los instantes en los que el terror despojaba de su libertad a decenas de personas. Aquella noche, antes de dormir, soñé despierto como siempre. Me imaginé que en vez de Juan Víctor Sumarriva era yo quien informaba para todo el Perú lo que sucedía en la residencia. En ese momento no quería estar en Chacarilla.

Años después terminé el colegio, dejé atrás la adolescencia y las murallas de Chacarilla del Estanque se abrieron lentamente para dar paso a un mundo menos frívolo. La Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas estaba al inicio de la caótica avenida Angamos. Periodismo fue la carrera elegida para intentar zacear mi curiosidad. Leía Kapuzcinsky, recibía clases de crónicas de Jeremías Gamboa y de periodismo de investigación de Ángel Páez. Miraba casi todos los días “América Noticias”, analizaba en clase el juicio a Alberto Fujimori o la cobertura del crimen de Miriam Feffer. Teorías, debates, mucho aprendizaje para abrir la mente. Sin embargo, al llegar a casa me sentaba en mi escritorio y al mirar por la ventana el Cerro de las Casuarinas seguía desafiándome. ¿Que había más allá?

Luego, al borde de los últimos semestres llegué por cuestiones inesperadas a un edificio de Santa Beatriz. Tenía 22 años cuando empecé como practicante en América Noticias. Fue entonces cuando las fronteras de Chacarilla del estanque empezaron un lento expandir. Bastaba con entrar a la caótica y agitada redacción del noticiero para respirar el aire que dejaba impregnada Lima cada día. Mis compañeros de trabajo parecían parlantes de la ciudad, oradores de historietas y anécdotas del acontecer diario. No me refiero a su trabajo en sí, sino a lo que me contaban o conversaban entre ellos. Los reporteros y camarógrafos estaban curtidos, marcados, tatuados por rincones de la ciudad a los que eran empujados por la profesión. Al escucharlos iba conociendo lo que había más allá de mis fronteras.

Recuerdo el día en que mi jefa me llevó al switcher para ver cómo se lanzaba América Noticias en vivo. Fue como un detrás de cámaras de los recuerdos de mi infancia. Decenas de monitores emergían con imágenes de distintos ángulos y lugares. Gritos. Tensión. Cambios de último minuto. Reportajes que se retrasaban. Reportajes que salvaban la pauta. Los cassetes que llegaban de la mano de un agotado asistente de producción. Lisuras. Carajos. Mierdas. Un noticiero casi perfecto. No podía creerlo, estaba ahí, en aquel lugar donde se cocinaban las noticias, aquellas con las que crecí a través del sony trinitron.

Meses después llegó el verdadero cambio. Hoy sales cómo reportero dijo mi jefa. Me subí a un Toyota Yaris color azul. Walter Robles era el conductor, Carlos Cruz el camarógrafo. La misión periodística: el extraño crimen de un pintor. Enrumbamos desde Santa Beatriz con destino a El Agustino. Aquella noche las murallas de mi mundo se derrumbaron. Lo que veía en Televisión era cierto y cercano… muy cercano.

Tiempo después de mi primer reportaje , el periodismo me empujó hasta Pamplona, San Juan de Miraflores. Ahí entendí que el término “pobreza extrema” era insuficiente para reflejar lo que vive la gente en los áridos cerros limeños. Mientras caminaba entre casas de cartón y esteras, seguido por curiosos niños desnutridos, pensé: ¿habría llegado aquí si es que no fuese periodista? La respuesta rondaba mi cabeza hasta que llegué a la cima del cerro. Ahí tropecé con un muro de cemento, el llamado muro de la vergüenza. Recuerdo que intenté ver el otro lado pero era imposible. Detrás de esa pared, al pie del cerro, estaba la adinerada urbanización de Las Casuarinas, y más lejos la vista de Chacarilla del Estanque. La realidad está más allá de mi ventana, más allá de un frío muro. No, no hubiese llegado ahí sin el periodismo, sin la profesión del más allá.

Siete años después la pregunta emerge ¿Qué hay al otro lado del Cerro Casuarinas? Pues eso que vi por TV desde niño, la pobreza extrema que pensé distante y ajena. El Cerro Casuarinas estuvo de espaldas ocultándome la dura realidad de otros peruanos como yo. Lo mismo podría decir de Chacarilla del Estanque, Casuarinas u otras urbanizaciones que con frívolas fronteras o muros sobrellevan la vida a espaldas, indiferentes. Aún quedan espaldas de cerros por descubrir. La vida es más allá que una ventana, que un trinitron negro, que un frío muro. En la profesión del más allá aún queda mucho por hacer..


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