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EL MISMO BLANCO VACÍO...

Crecí en la frívola, superficial y excesivamente pasiva Chacarilla del Estanque. Sin barrio. Sin esquina. En la soledad del tercer piso de uno de los pocos edificios de la avenida Buenavista. Ahí llegué en 1992. Dicen mis padres que escogí mi cuarto debido a la puerta, la única del departamento que conservaba la textura original de madera. Lo hice sin saber que era la habitación más chica de la casa, y es que solo tenía 5 años. Era tan pequeño que no alcanzaba a asomarme a la ventana. Es por ello que no recuerdo lo primero que vi desde mi guarida, solo sé que esa ventana fue la frontera entre mi espacio y el mundo exterior por muchos años. Cuando finalmente alcancé a mirar en ella me encontré con una frívola pared blanca que fui pintando con mi propia imaginación.

 

Rodeada de una simple madera, adornada por un seguro oxidado. El único visor de mi habitación no apuntaba hacia algún paisaje. Ni cosmopolita, ni relajante. Mi ventana miraba hacia la alta pared de una de las misteriosas y cerradas residencias de Chacarilla. La distancia la marcaba un verde pasaje poblado por algunos árboles. Al pie del marco de madera estaba mi cama, donde me tendía durante prolongados aburrimientos a observar el cielo gris de Lima. Con mis padres en el trabajo y mi hermana en el inicio de la adolescencia, mi niñez en el frívolo Chacarilla era solitaria. Y por eso, sin que nadie me vea, me arrodillaba sobre la cama para ver más allá de mi frontera.

 

El recuerdo más añejo es ver a dos intrusos irrumpir la tranquilidad del “barrio”. Eran los hermanos Julio y Martin quienes a pelotazos ensuciaban la pared blanca causando una bulla inmediatamente reconocible en Chacarilla. Yo los miraba asomado en el marco, escondido tras la cortina. Cuánto quería jugar con ellos, pero mi timidez me lo impedía. Sin embargo, no me explicó cómo, Julio me vio y me hizo un gesto invitándome a jugar. Así fue que a través de mi ventana se forjó una de mis primeras amistades.

 

Cada vez que escuchaba el golpe de una pelota contra la pared blanca me asomaba para confirmar la presencia de mis amigos, y entonces bajaba al mundo del “mete gol tapa”, de los “Chorri” golazos y de las ilusas imitaciones de Ronaldo, Bebeto y Rivaldo. Era 1997, época del Sporting Cristal subcampeón de la Libertadores, del Perú que acariciaba la clasificación al mundial de Francia, de los pantalones carpinteros, Alanis Morrisette y MTV. Época también de inestabilidad economía para muchos. Por eso, de un momento a otro dejé de escuchar los pelotazos. Tras algunos años viviendo en el primer piso de mi edificio, Martín y Julio se fueron a vivir a Miami dejando el recuerdo de una imborrable amistad.  Me quedé solo, nuevamente, viendo desde mi ventana una pared no tan blanca, ya con marcadas circunferencias.

 

Al borde de la adolescencia algunas tardes eran tan aburridas que ante el mínimo signo de desorden me asomaba a la ventana. Recuerdo un día ver a esas chicas rubias jugando “mata gente” sobre el pasto donde hacía tiempo me alucinaba el “Chorri” Palacios. Empecé a espiarlas sin malicia, con deseos de acercarme, hablarles y , porque no, sentir entre mis dedos esos mechones claros. Pero no lo hice. “Lornas!” grité a todo pulmón. La pelota cayó al césped. El juego se congeló. Bajo el marco de madera no paraba de reírme. Más allá de mi ventana  las miradas de esas escolares me buscaron una y otra vez durante cada tarde de aquel verano. “Lornas!”. Nunca me descubrieron. Tampoco lo hizo el wachiman. A él no le gritaba,solo le lanzaba globos de agua en carnavales.

 

No era un palomilla de ventana, sino un vigilante del tercer piso, una gárgola escondida en lo alto que buscaba entretenerse con lo poco que ocurría en Chacarilla. Sin embargo, la mayor parte del tiempo no veía a nadie desde la ventana. Entonces, solo quedaba pintar la pared del frente con algo más que pelotazos. Imaginaba que detrás de ella los terroristas tenían rehenes, tal como ocurrió por aquella época en la residencia del embajador japonés en San Isidro. Jugaba en mi mente a ser periodista de TV o miembro del servicio de inteligencia manteniendo la mirada en busca de algo anormal en la casa del frente.

 

Aquella monotonía se rompía de vez en cuando, como aquella vez que vi a unos vecinos, Pocho y Daniela, en la vereda del pasaje. Ella era apenas 1 año mayor que yo, pero en la pubertad esa diferencia representaba una diferencia mucho más grande. Por ello mi vecina, de ojos celestes como el cielo de verano que veía desde mi ventana, era frecuentada por jóvenes que usaban chaquiras, polos Quicksilver y zapatillas Airwalk. A sus aproximados 17 años Pocho era una de ellos. Ambos conversaban muy pegados aquella tarde en lo que parecía ser un cortejo adolescente. Mientras era testigo de la cercanía de mis vecinos, pensaba en cuanto quería estar en el lugar de Pocho, en observar los ojos azules de Daniela a pocos centímetros y no desde la lejanía de mi ventana. Imaginaba sin perderlos de vista, cuando de pronto el beso me devolvió a mi realidad. Pocho envolvía su pasión en los labios de Daniela. “Oeeee!!”. Grité arruinando el romántico momento. Sus labios se separaron inmediatamente. Voltearon sorprendidos, probablemente avergonzados. El beso no se repitió. Detrás de mi ventana yo reía como el niño travieso que aún era, aunque  en el fondo mi risa escondía cólera, envidia. Quería ya  ser un adolescente que chapa caleta en el parque y no más el chibolo que jodía desde un tercer piso.

 

Y llegó el día que cambié mi cama por el escritorio. Convertido ya en un estudiante universitario, debido a mi constante falta de concentración, mirar la ventana era una necesidad. Ahí seguía el mismo muro blanco, con las mismas marcas y vacíos de siempre. Por entonces mi mundo, obviamente, ya no se reducía a lo que miraba desde mi habitación. Me movía por San Borja, Surco para hacer mis trabajos universitarios. Por Miraflores, Barranco en las noches bohemias los fines de semana. Y también una que otra vez por San Juan de Miraflores o Los Olivos en busca de diversión. Pero seguía mirando a través de esa ventana enfrentando el vacío blanco con mi ideas y reflexiones.

 

Hoy el marco de la ventana de mi vida es aún mucho más amplio. Mi profesión me permitió conocer los lugares más recónditos de Lima y algunas otras ciudades del Perú. Mi instinto de curiosidad me ha llevado también a mis propias aventuras, generalmente viajando en solitario. Sin embargo, sigo sentándome al pie de mi ventana. Quiero seguir enfrentando, con mis mejores ideas, pensamientos e inspiraciones a la frialdad de una pared que nadie se ha preocupado por pintar. Cubrir, desde mi perspectiva,desde mi ventana, vacíos que día a día permanecen sin que nadie les preste atención.

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